Reproducción de la columna ‘Las palabras’ publicada en la edición 2518 de la revista ‘Caretas’.
La democracia suscita la tentación perversa en sus enemigos de secuestrarla y exhibirla travestida. Corea del Norte se llama la República Popular Democrática de Corea; Alemania Oriental se presentaba como la República Democrática Alemana; el genocida régimen de Pol Pot se autodenominó Kampuchea Democrática; hasta el mesiánico y sangriento Sendero Luminoso buscó imponer la etapa maoísta de la “Nueva Democracia” en su fallida insurrección.
¿Para qué utilizar lo que se desprecia y destruye? Los regímenes mencionados, todos originalmente marxistas, en algún momento, por lo general mucho antes de conquistar el poder, se proclamaron como un perfeccionamiento de la democracia, que luego de pasar por una larga dictadura preparatoria, eventualmente llegaría a una sociedad armónica, sin necesidad y libre. El sueño que millones soñaron terminó en pesadilla sin librar el nombre secuestrado.
En las décadas de los 60 y 70 del siglo pasado, las izquierdas y derechas se mataron a través del mundo (y muy especialmente en América Latina) para imponer su visión de dictadura. Refugiados del golpe sangriento de Pinochet como el extraordinario periodista José Rodríguez Elizondo, por ejemplo, lograron escapar de Chile para encontrar, en su caso, asilo en Alemania Oriental. Pasó de una dictadura violenta y feroz a otra gris pero mucho mejor organizada en el control social. Pepe Rodríguez fue, años después, como colega en la redacción de Caretas, uno de quienes mejor explicó que poco bien perdido se extraña tanto como la democracia cuando se la sueña o recuerda desde la opresión.
«El matrimonio mal avenido entre la democracia y el capitalismo crudo olvidó que aquella había logrado sus mayores éxitos y su mejor estabilidad en los regímenes socialdemócratas».
Así lo sintieron quienes derribaron a fines de los 80 los muros físicos y espirituales que el llamado socialismo real había impuesto a sus pueblos. En el proceso hubo un matrimonio mal avenido entre la democracia y el capitalismo crudo, olvidando que aquella había logrado sus mayores éxitos y su mejor estabilidad en los regímenes socialdemócratas. Aún así, quienes luchamos por ella lo hicimos convencidos de que, en capitalismo o socialdemocracia, la democracia lograba demostrar en su misma vigencia cotidiana, que no había mejor manera de organizar la vida de las sociedades.
Claro que el proceso estaba lleno de problemas, muchos nuevos y muy grandes, pero nada hacía dudar de que la libertad y pluralidad de la democracia era el camino indicado para buscar y encontrar las mejores soluciones.
Pero ahora basta mirar con algún detenimiento para ver que la democracia está en crisis en el mundo entero. Y no a través de las botas, del golpe clásico, sino de sí misma, del voto. En Estados Unidos fue elegido Donald Trump como presidente, al término de una jornada que Paul Krugman describió como “… una noche de terribles revelaciones…”, que no parecen tener ninguna prisa por terminar.
En Europa, la ola de extrema derecha crece con fuerza sobre el fondo de una retórica anti-inmigrante cuya principal víctima electoral han sido los partidos socialdemócratas que sufrieron la mayor contracción electoral. En el proceso, el propio concepto de partido sufre el cambio de lo permanente a lo contingente. Dos líderes jóvenes, Emmanuel Macron en Francia y Sebastian Kurz en Austria, reforzaron el adaptable concepto de “movimiento” sobre el de partido, como parte de las estrategias que los llevaron a victorias sorprendentes. Macron no es de derecha –tuvo que derrotar, más bien, a la más visible exponente de la ultraderecha europea, Marine LePen, pero lo hizo creando su movimiento En Marche precisamente sobre la marcha.
Dos casos mundialmente percibidos como exitosos tienen muy poco que ver con la democracia. Vladimir Putin ha logrado proyectar poder militar en Siria y una inquietante sombra digital sobre Estados Unidos, mientras China se expande organizadamente sobre la base de su fuerza económica en crecimiento constante. El que los triunfadores en las luchas por la producción y los mercados, trabajen y vivan bajo el firme gobierno y control del partido Comunista chino indica cuán poco sirven los lugares comunes en el pensamiento económico y en el político. Para Putin y Xi Jinping, la democracia liberal no es un bien preciado sino una debilidad.
En América Latina, donde sucedió a las últimas dictaduras militares del siglo XX con una expectativa de progreso y permanencia, la democracia pasa por una evidente depresión.
De acuerdo con el informe que encabeza el Latinobarómetro de este año, mientras la economía latinoamericana crece, la democracia continúa su declive. Hay “bajas sistemáticas del apoyo y la satisfacción de la democracia […]. Los gobiernos sufren la misma suerte, cada año los latinoamericanos los aprueban menos. Lo que hoy es el promedio antes era el mínimo”.
La satisfacción con la democracia es, en general, muy baja y en descenso lento pero constante. Si Uruguay es el país con mayor satisfacción (con un índice de 57), el país más descontento es Brasil, con un índice de apenas 13. El Perú es antepenúltimo, con 16, apenas por encima de El Salvador, con 15.
¿Por qué tal insatisfacción en Brasil, donde la mayor lucha anticorrupción se llevó y lleva a cabo, donde los magistrados de Lava Jato, especialmente el juez Sergio Moro, siguen siendo héroes populares?
Porque pese a los épicos avances en la investigación de Lava Jato, no bastan para controlar los niveles de corrupción de Brasil. Las confesiones corporativas de Odebrecht, por ejemplo, permitieron descubrir a más de un centenar de políticos corruptos en los niveles altos del país. Ello fue en su momento un avance sin precedentes. Pero no mucho después, la delación premiada de los multimillonarios hermanos Batista, dueños de la multinacional JBS, dedicada al negocio de la carne, reveló haber sobornado a más de 1,800 políticos de virtualmente todos los partidos en Brasil, incluyendo al presidente Michel Temer.
Este, pese a ser uno de los presidentes más impopulares en la historia de su país (y de Latinoamérica) no solo resiste en su cargo, apoyado por los igualmente denunciados congresistas, sino ha iniciado contraofensivas administrativas para limitar la capacidad investigativa de la Policía Federal y de la Procuraduría.
Además, por debajo de las redes virtuosas de jueces, fiscales y policías federales, campea la corrupción, ineficiencia e inseguridad. Hay ciudades de Brasil que se encuentran entre las más letales del mundo por su nivel de homicidios. Con la inseguridad extendida y la corrupción descubierta pero aún atrincherada en el gobierno, ¿sorprende el rechazo brasileño a sus gobernantes? Lo que sí sorprende es el respaldo que ya tiene el candidato de la ultraderecha, Jair Bolsonaro, a quien sus partidarios describen como el Donald Trump de Brasil, aunque quizá sería más apropiado llamarlo el Rodrigo Duterte brasileño.
En el Perú, la desilusión con la democracia es también grande. No con el sistema sino con su mala aplicación. Esto debiera ser tenido en cuenta por los candidatos democráticos. Tengo toda la impresión de que la gente espera ahora candidatos articulados y claros, limpios, que den una percepción de vigor, resolución estratégica y puntual de problemas, liderazgo real y, en contraste a lo que se ve ahora, valentía.
Aún en esas condiciones, ganar el apoyo de la gente mientras se defiende la democracia, no será fácil. Es posible que el concepto de movimiento sea también aquí más útil que el de partido. Pero al final, quienes lo hagan, si lo hacen bien, descubrirán que pese a su inherente inestabilidad, la democracia dispone también de una inherente potencia que puede ser enorme si se la sabe encontrar.