Reproducción de la columna ‘Las palabras’ publicada en la edición 2359 de la revista ‘Caretas’.
Mi artículo de la semana pasada sobre el caso de Benedicto Jiménez provocó comentarios de dos tipos: varios mensajes personales, sobre todo de testigos de la gestión de Jiménez como fundador y jefe del GEIN, conmovidos por su desgracia actual; y un par de cartas a Caretas con puntuales objeciones a lo que escribí.
Tuve claro desde un comienzo que mi artículo sobre Jiménez iba a provocar desacuerdos; en varios casos por razones no solo comprensibles sino legítimas. En especial entre quienes fueron víctimas de los aleves ataques de ‘Juez Justo’.
Desde mi punto de vista no hay nada que defender y mucho que repudiar en la actuación de Jiménez durante su trabajo con la organización del todavía fugitivo Rodolfo Orellana. Pero, como escribí la semana pasada, “el preso Jiménez de hoy es a la vez el héroe de ayer”; y mientras se intenta entender la deprimente dialéctica que llevó de esas hazañas a estos abismos, hay que subrayar que así como se cumple con la ley no se debe olvidar la Historia.
En su carta, Luis Osnayo discrepa con mi crítica por la presentación pública de Jiménez, esposado, con chaleco antibalas. “¿Acaso no es un delincuente?” se pregunta y añade que si bien Jiménez “fue uno de los que participaron en la captura de Abimael Guzmán y hasta héroe nacional, fue en su momento cierto, pero como policía tenía el deber y la obligación de defender a la ciudadanía. Hay otros policías que también tuvieron igual o más participación que él y casi nadie los conoce”.
«Una empresa audaz, que lleva a experimentar los límites de una contradicción de términos: la de un fujimorista que busca la verdad».
“¿Acaso no es un delincuente?”. Benedicto Jiménez está bajo prisión preventiva. No ha sido juzgado y menos sentenciado. Se puede rechazar y repugnar sus hechos en Juez Justo, pero se debe a la vez permitirle ejercer, como a todo ciudadano, su derecho de defensa.
Todo policía –y todo funcionario de seguridad– tiene, como dice el señor Osnayo, “el deber y la obligación de defender a la ciudadanía”. Pero el hecho es que en los peores años de la guerra interna hubo solo un grupo decisivo: el GEIN. Actuaron, es cierto, otros policías y militares de mucho mérito, pero aquel fue el único equipo policial que juntó en fluida articulación el diagnóstico exhaustivo con la planificación coherente y la ejecución sistemática y constante, sin perder consistencia o brío en el proceso.
Hacerlo contra la corriente, enfrentando la hostilidad de policías y militares que no entendían o no aceptaban el enfoque paciente, estudioso, de mínima violencia del GEIN, que llamaban desdeñosamente “los cazafantasmas” a sus miembros, requirió no solo convicción sino fuerza de carácter y también, por supuesto, la protección de personas o instituciones decisivas sin las cuales Jiménez y su grupo hubieran sido barridos.
Coincido con el señor Osnayo de que Benedicto Jiménez debe “asumir su responsabilidad”, pero creo también que nosotros no debemos renunciar a la memoria ni a la gratitud, por difícil (y en algunos casos imposible) que sea expresarla.
Diferente es la carta que envía Carlos Cumandá, quien no pierde ocasión de defender a Fujimori (como intentó hacerlo cuando publiqué el artículo “Testigo de cargo”, sobre las confesiones inculpatorias de Montesinos en Caretas 2348).
Esta vez, el señor Cumandá critica lo que yo escribí la semana pasada (y muchas veces antes) sobre el hecho que Fujimori y Montesinos no tuvieron nada que ver con la captura de Guzmán, que decidió la guerra interna y llevó a la derrota de Sendero.
“¿Y dónde queda la decisión política presidencial?, ¿y la autoría de las normas antiterroristas, ley de arrepentimiento, por parte de Montesinos?. El GEIN estaba abandonado y fue potenciado acorde con la nueva política contrasubversiva; y lógicamente las capturas eran trabajo de policías especializados. ¿Hasta cuándo la desinformación?”, escribe Cumandá.
Bueno, no hay duda que la desinformación gobernó el país hasta la fuga de Fujimori y su renuncia por fax. No sé si Cumandá menciona la desinformación con nostalgia o si se prepara a experimentar los límites de una contradicción de términos: la de un fujimorista que busca la verdad.
En este caso, en cuanto a lo que hizo el GEIN, los hechos son claros.
El GEIN empezó a operar el 4 de marzo de 1990, con Benedicto Jiménez, cinco policías y una máquina de escribir prestada. La precaria unidad tenía, sin embargo, el auspicio y la protección del entonces ministro del Interior, Agustín Mantilla; y del jefe de la Policía, el general Fernando Reyes Roca, que antes había sido jefe de la Dincote. Eso era lo que podía ofrecer la autoridad en un país arruinado.
En mayo, en medio de un intenso trabajo, el GEIN creció a 12 policías.
El primero de junio de 1990, prestándose policías de otras unidades, el GEIN golpeó por primera vez y capturó, junto con muchas otras cosas, el tesoro documentario de la casa de Monterrico, que habría de ser decisivo para los pasos siguientes y el triunfo final.
Reyes Roca y Mantilla trataron de persuadir al nuevo gobierno sobre la importancia de proteger el trabajo de la unidad que en tan poco tiempo había logrado resultados tan importantes. Y, en efecto, el GEIN continuó haciendo capturas extraordinarias, de dirigentes senderistas y, sobre todo, de información.
Las capturas hechas el 31 de enero de 1991 representaron otro triunfo espectacular de inteligencia. Lo esencial de la información clandestina de Sendero ya estaba en manos del GEIN, que entonces había crecido a algo menos de 50 policías.
La decisión estratégica del gobierno de Fujimori/Montesinos fue enviar al grupo Colina, entonces en pleno proceso de crecimiento, bajo la supervisión y protección de Montesinos y Fujimori, para analizar la información capturada por el GEIN, lado a lado con este.
Ambos grupos eran incompatibles, como lo reveló su forzada coexistencia de analistas y se produjo un pronto rompimiento en el que el GEIN pidió la salida del grupo Colina.
¿Cómo sobrevivió el GEIN a ese choque con el grupo selecto del SIN? La principal razón fue la ayuda, colaboración y protección implícita que el grupo ya recibía entonces de la Embajada de Estados Unidos, a través de la Estación local de la CIA, cuyo jefe era Joseph Marques.
Desde mediados de 1990, Montesinos había tratado de restablecer su relación operativa con la CIA y lo logró con Marques, quien reinició la estrecha colaboración de Montesinos con la Agencia, que redefinió la diplomacia bilateral por los siguientes 10 años. Marques, sin embargo, entendía bien, todo indica, la extraordinaria promesa que representaba el GEIN y buscó de ayudarlos. Montesinos ciertamente no iba a arriesgar la relación con su crucial aliado debido al choque del GEIN con el grupo Colina.
La ayuda operativa de la CIA al GEIN fue, hasta donde sé, modesta pero importante. Lo decisivo fue, sin embargo, la protección implícita que ello supuso, de las represalias contra ese grupo de policías de rango medio, indefensos en el contexto burocrático, que habrían provenido de sus muchos enemigos dentro los organismos de seguridad.
Cuando se capturó a Guzmán, Fujimori estaba pescando en la selva y Montesinos no estaba enterado de lo que iba a suceder. Ni sus medidas, ni su golpe de Estado, ni siquiera su escuadrón de la muerte favorito tuvieron nada que ver con esa hazaña, que sin buscarlo les regaló el poder usurpado, pero le dio la victoria y la paz al Perú.