Alto Huallaga. En las afueras de Tananta, no lejos de Tocache, se yergue vigorosa, bajo el sol de la tarde, una plantación de palma aceitera.
Son varias hectáreas (ocho, quizá diez), que calculo al ojo desde la huella de tierra que permite un acceso fácil a los terrenos, planos y extensos, tomando un corto desvío en la carretera que lleva a Tocache.
Los árboles de palma aceitera se ven muy bien: vegetalmente rozagantes y, en apariencia, libres de plagas. Separados entre sí, tienen espacio suficiente para crecer.
Y en esos espacios entre árbol y árbol, no menos vigorosa y tan lozana como éstos, crece una plantación asociada de jóvenes cocales que parece desarrollarse con gran comodidad y promesa productiva entre los árboles de palma.
La coca crece rodeada por la palma aceitera cerca de Tocache. Dar clic en la imagen para aumentar el tamaño. (Foto: Alejandro Balaguer/Fundación Albatros)
¿Cómo? ¿No era que se promovió tan intensamente el cultivo de la palma para reemplazar a la supuestamente erradicada coca? ¿Y no que Tananta era uno de los mejores escaparates del llamado “milagro de San Martín” por los funcionarios del “Desarrollo Alternativo”?
Pues ahí están, juntas, en feliz vecindad, la palma y la coca, indiferentes en apariencia a los objetivos de los relacionistas públicos, como montescos y capuletos vegetales en apacible (y productiva) tregua.
El escenario, en la tarde del 18 de junio, era surreal. Quienes nos condujeron hasta ese proficuo hectareaje, para mostrarnos la coca entre las palmas eran nada menos que los máximos dirigentes cocaleros de la región: Wilder Satalaya, presidente de la Federación de Campesinos Cocaleros ‘Saúl Guevara Díaz’ y Luis Cabrera, su secretario de organización. De manera que fueron los propios dirigentes cocaleros quienes nos llevaron para denunciar coca clandestina cultivada dentro de un programa anti-coca. Extraño mundo, ¿verdad?
Dirigente cocalero Wilder Satalaya en El Porvenir de Mishollo. (Foto: Alejandro Balaguer/ Fundación Albatros Media).
No tanto, según explica Wilder Satalaya, en este audio. Satalaya es agente de la Enaco en Tocache, y dice que la coca que vemos en Tananta “se va directamente al narcotráfico… hay que ver quién es quién, los que estamos dispuestos a dar la cara ante Enaco y los que cultivan ilegalmente… se comprometieron a no sembrar más coca, y miren aquí… hemos pedido muchas veces: investiguen y averigüen…”.
Mientras Satalaya era entrevistado llegó el dueño de la mixta parcela. Se presentó como Manuel Iparraguire y dijo que sembraba la coca porque la palma “todavía no da”. Además sostuvo que “las Naciones Unidas no nos ha ayudado, nos ha vendido las plantas”.
La escena de Tananta, con las historias sin guión prefabricado de los cocales entre las palmas, no era del todo ajena a ese mundo de coca, y de “guerra” contra la coca y el narcotráfico, donde muy poco es lo que parece o lo que dice ser.
Juego y trabajo. Un niño juega pelota en El Porvenir de Mishollo mientras un adulto junta la coca ya secada.(Foto: Alejandro Balaguer/ Fundación Albatros Media).
En los años que he cubierto la llamada “guerra contra las drogas”, una de las cosas más claras que comprueba el contacto con la realidad, es que la abrumadora mayoría de campesinos cocaleros es muy pobre, y que la coca no los saca de la pobreza. Pero, dentro de vidas precarias, acosadas por la permanente escasez, la coca les da el cierto margen de liquidez con el que se puede enfrentar los golpes más duros que se encaja cuando falta casi todo.
Muchos llaman a la coca, su “caja chica”, que los salva cuando una enfermedad en la familia requiere comprar medicinas, o cuando alguno de los hijos mayores tiene que afrontar los gastos inevitables (aunque pequeños comparados con los de la ciudad) de estudiar, por ejemplo, la secundaria.
Los principales dirigentes cocaleros del Alto Huallaga tienen vidas muy austeras. En Cachicoto, en el valle del Monzón,
Eduardo Ticerán, secretario general de la Central Nacional Agropecuaria Cocalera del Perú (Cenacop), es propietario, con su esposa, de una modesta panadería. En Tocache, Wilder Satalaya, quien llegó ahí durante su servicio militar y se quedó luego de licenciarse, es un pequeño agricultor.
Imágenes: Humberto Saco/Albatros Media
Está claro que la mayor parte de la coca del Huallaga se vende al narcotráfico (aunque una cantidad nada despreciable se negocia con las minas en la sierra, a un precio harto superior al de Enaco, para el chacchado en tajos y socavones). Pero haber focalizado la “guerra” contra las drogas en la erradicación de cocales, ha sido atacar el lado más numeroso, de menor valor unitario y más fácilmente reemplazable en un negocio millonario que, en razón de su rentabilidad, tiene una gran flexibilidad y adaptabilidad. Se ha atacado al proletariado y no a la plutocracia de un fenómeno hipercapitalista, como es el narcotráfico.
Estrategias contradictorias producen el mismo tipo de resultados. De ahí los lozanos cocales en medio de las plantaciones de palma aceitera, que fueron plantadas como alternativa y que, como se ve en Tananta, terminan siendo un complemento.
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